Perro estrábico con la lengua fuera - Fuente: Spiegel
El pobre empezó con mala pata. Lo llamamos Quinto en un alarde de originalidad y
pericia matemática sin parangón. Ahora
que lo pienso Bolita, Tolva, Blanco y Gato pasaron
por traumas similares, aunque lo llevaban bastante mejor que yo cuando mis
hijas los llamaban por la calle.
El primero en entrar en casa, Bolita, era quizá el perro más agresivo
del mundo. Defendía a mis hijas mejor de lo que hubiese hecho uno de esos
agentes federales de esos que salen en la televisión saltando de helicópteros a
azoteas sin que se forme una segunda rodilla a mitad del fémur. Bolita, el perro de nombre engañoso,
solo las hacía caso a ellas, dos especies de seres humanos miniaturizados que
apenas sí balbuceaban gran cosa. Esto se tradujo en varias visitas al hospital
por mi parte y varios ligamentos desgarrados (una y otra vez).
A los dos años de que el adorable Bolita
entrase en nuestra vida conseguí encasquetárselo a uno de mis primos segundos
bajo el pretexto de que se había comprado un chalet. Por listo.
Tolva nació un 23 de junio, a eso de
las cuatro de la madrugada. El nombre se lo puso, riendo, el veterinario. Al
parecer los cinco amigos que nos habíamos desplazado desde la fiesta para
atender al parto de la perra llevábamos un estado etílico avanzado. Incluido el
veterinario. Es más, me atrevo a decir que perdimos a un sexto amigo en los
cuatro tramos de escaleras que comunicaban el portal con la improvisada clínica
veterinaria. Por suerte la clínica aún no estaba operativa y ningún vecino se
quejó de las risas y la fiesta. Pensarían que se trataba de la inauguración del
piso. En realidad, fue eso.
Por desgracia, Tolva tuvo menos suerte la última vez que fue de visita a la
consulta, algunos años después. Es curioso cómo una consulta a medio pintar y
sin instrumental la trajo a la vida y se la llevó un laboratorio médico
puntero.
Lo que nos lleva a Blanco, el perro sucio. Durante toda la vida de Blanco, que debido a aquél camión no
duró mucho con nosotros, supusimos que el nombre le molestaba bastante.
Teníamos esa teoría debido a que se rebozaba en todo aquello que hacía inútil y
casi absurdo su nombre. De ese modo le atraían: los charcos (no importaba de
qué), el barro, esos pastelitos que dejan las vacas en las montañas, el hielo
sucio, el hielo limpio, diversos batidos, todos los tipos de café, otros perros
(si estaban más sucios que él), mis hijas (cuando era él quien estaba sucio),
el polvo de la casa al volver de vacaciones y una larga lista de cosas que
manchan mucho, incluida la tinta de los bolígrafos, porque le encantaba
morderlos.
Durante un tiempo, casi dos años, Gato y Blanco convivieron juntos. Gato, por supuesto, era en realidad un
perro. Yo nunca he tenido gatos, es más, soy alérgico. Pero debido a las dotes
de escalador y a los arañazos, Gato
era el nombre que mejor le iba. Reconozco que ese no fue su primer nombre, al
menos el primer nombre que nosotros le pusimos. Me explico: Gato era un perro
callejero. Un día me acerqué al jardín trasero y Gato había hecho su aparición. Él y una veintena de pulgas y otras
liendres, a las que mis hijas acariciaban con mucho amor. Íbamos a llamarlo Roger. Yo siempre he querido tener un
perro llamado Roger. De hecho me emocioné tanto con un posible Roger que compré un par de artilugios
perrunos con ese nombre serigrafiado. Cosa que fue del todo inútil tras haber
encargado un bol, dos collares, varias pegatinas, un álbum de fotos, un colchón
y una gran pegatina para el coche.
Mis vecinos aún me preguntan quién es Roger, y por qué mi coche tiene su
nombre escrito en el lateral. Cuando les digo que ya no se llama Roger, sino Gato, me dicen que Roger
es un nombre raro para un gato, a o que insisto en que no, que es un perro que
se llama Gato, y no Roger. Obviamente su contestación es
que Roger es mucho mejor nombre para un perro que se llama Gato, y les doy la razón. Pero cuando dejé a Gato limpio por primera vez en casa y me dispuse a ir a comprar
todas esas cosas “Roger”, mi hija
pequeña comenzó a insultar a Roger. “¡Gato!” decía, mientras le señalaba. Mi
hija pequeña manda mucho más que yo en casa, daos cuenta.
Los vecinos suelen mirarme raro desde
entonces. Bueno, y desde que Gato
rompió todos y cada uno de esos jarrones a juego tan monos que todo el
vecindario tenía en las entradas de sus casas. Y desde que Blanco les mea casi a diario en la entrada.
No sé si Gato
sigue vivo, queremos creer que sí. Como vino, se fue (aunque más limpio aun a
pesar de los esfuerzos de Blanco.
Cuando Gato
huyó de casa me alegré mucho. Por fin podríamos tener vajilla que no fuese de
plástico. Pero un mes más tarde Blanco
nos abandonó, de nuevo en la consulta de mi amigo. Eso me recuerda que tengo que
cambiar de veterinario.
Mis hijas, dos señoritas hechas y derechas,
estuvieron el suficiente tiempo haciendo pucheros (estimo unos tres minutos)
que mi coraza cedió y salimos todos corriendo a la perrera. Cuando, en el
coche, comenté que nuestro próximo perro se llamaría Roger mis hijas dijeron al unísono “¡Nooooooo!”. Miré con ganas de
llorar a mi mujer, que me sonreía desde el asiento trasero izquierdo con mi
tercer hijo en brazos. El nombre se lo puso ella. Creo que lo único importante
que hice fue bautizar al coche con Roger,
lo que, teniendo en cuenta que es un coche rojo carmesí con una puerta verde no
le sienta nada bien.
Cuando llegamos a la perrera mis hijas se
decantaron por el perro más cariñoso del mundo. El nombre se puso a pachas
entre mi hijo y mis dos hijas. Propuse que fuese el pequeño (que lo único que
podía decir de un modo coherente era “gu” mientras babeaba) el que pusiese el
nombre, sabedor de que era imposible. Sin embargo en ese momento mi hijo, al
que quiero mucho porque ahora ya juega con camiones, levantó su manita y abrió
los dedos.
“¡Quinto!”
– exclamó mi hija mayor. “¡Quinto!”
gritaron todos menos yo y mi hijo pasados unos segundos.
Y Quinto
fue. Quinto, el perro amor. No podía
tener un sobrenombre distinto de ese. Quinto era un perro profundamente bueno, divertido
y cariñoso. Si quitamos el hecho de que estaba deforme, tenía halitosis y
problemas de vejiga había sido definitivamente mi mejor perro.
Quinto tenía la mandíbula ladeada. Mucho.
Tanto era así que la lengua solía colgar fuera de la lengua en un gesto
gracioso y babeante, dispuesto a mancharlo todo a su paso. Por suerte el
problema de mandíbula difuminaba levemente el estrabismo, salvo cuando había un
objeto en la trayectoria de Quinto,
objeto que era golpeado concienzudamente por un perro que ni lo veía.
Aunque definitivamente lo peor de Quinto eran esas pequeñas pérdidas de
orina que se repetían a diario por toda la casa. Él, inocente, ladraba y nos
esperaba junto al charco de pis, preferiblemente encima de él y moviendo la
cola sobre el charco, de modo que salpicaba todos los muebles a la vez. Tras la
ingesta del tercer pañal para perros decidimos que era mejor que se mease, no
queríamos volver a la consulta veterinaria de mi amigo una vez más.
Recuerdo que pensé: “Cuando se muera Quinto
no volveré a tener ningún perro más, ni siquiera un Roger. Bueno, puede que un
Roger más. Pero definitivamente no más.”
Por desgracia el perro del vecino era un
macho de la misma raza que Quinto,
que, por si no lo he mencionado antes, es una hembra. Al poco nacieron Sexto, Séptimo y Cacahuete.
Para mi regocijo hubo un Roger. Bueno, un Roger-Séptimo,
para ser exactos. Me vale. Por desgracia la pegatina del coche se cortó por la
mitad cuando el camión de la basura arrancó la puerta que mi hija mayor había
dejado abierta. Ahora se lee Ro, y
los vecinos siguen preguntando.
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