Tenía una nariz prominente. De esas narices
un tanto apáticas y curvadas hacia abajo. No del todo fea pero definitivamente
no agraciada. Por otro lado había sido objeto constante de su obsesión, y desde
muy temprana edad había decidido modificarla de algún modo, por supuesto, sin
éxito ninguno.
Bajo la nariz tenía la boca, que si bien no
se proyectaba hacia afuera como su nariz, tendía a una curvatura del todo
excesiva en la comisura izquierda que parecía indicar una burla constante. Quizá
por ello las entradas en sociedad se convertían pronto en escándalos de actitudes
hacia su persona pasados los prudentes minutos de análisis facial del resto de
invitados.
Por suerte contaba con una mitad de la cara
buena, podríamos decir. Se trataba de la mitad superior, si contamos ese
horrible tabique nasal como punto central de la cara. A ambos ojos de este muro
de cartílago, y separándolos sin ninguna gracia, se encontraban los ojos ámbar
más cautivadores de cuantos había en el mundo de bien que frecuentaba. La profundidad
que despachaban era comparada a menudo con la prominencia de su nariz, llegando
incluso a sus oídos el cotilleo que bailaba por los salones acerca de la
apuesta. ¿Cuánta distancia hay entre la cumbre de su nariz hasta el punto más
profundo del pozo de sus ojos?
Sin duda esto confería un aspecto señorial
desdeñado por la envidia ajena, o al menos eso le gustaba creer.
Sobre la mitad buena de su cara, y con
bastante abundancia, nacía el cabello fino que descansaba bien sobre una coleta
o directamente sobre los hombros. Ora uno y luego el otro, en una vorágine de
cambios que escandalizaban a todos con quien se encontraba.
Pero la mayor confusión y alboroto lo causaba
el desconcierto de su sexo, ya que nunca le fue revelado a nadie, y sus padres,
en el voto de silencio solicitado por su descendiente, conservaron su mutismo.
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