Fotografía: Ennio Montani
Temblamos. Nos deshacemos del abrazo en una
quietud de emociones, y comenzamos a alejarnos.
Oigo los crujidos secos en las baldas de
madera de la escalera de caracol, escucho el hilo de polvo que se cae de cada
uno de los peldaños cuando ella camina. A cada paso su respiración se escucha
peor, menos nítida, más distanciados. La escalera está formada por las teclas
de un piano que acusa notas de quejidos de antigüedad, que lloran cada uno de sus
zancadas mientras se alejan.
Oigo los latidos de mi propio corazón, que se
modera al ritmo al que se distancian sus pisadas. Sigo subiendo, alejándome de
ella, ambos apartándonos sobre la espiral forzada que algún trágico arquitecto
diseñó con tintes de dolor decorativo. Las baldas gimen, e incluso las pareces
protestan bajo mi peso distribuido al escalar con todas las fuerzas de las que
dispongo. Llego al último piso jadeando, con lágrimas en los ojos, y me asomo
al triste y oscuro tiro de escalera mientras la veo cruzar el primer piso.
Ganas de gritar arañando en la garganta que
ahogan los gritos que dejan de sonar más allá de los dientes, dejando el
aullido en un susurro que se cae flotando en el aire en dirección a ninguna
parte. Y ella sigue avanzando.
Suelto la triste y fría baranda de metal con
un estremecimiento cuando la veo desaparecer, y avanzo en dirección al
apartamento. Oigo como se cierra la puerta del portal justo antes que la mía, instantes
después de que se apague la luz del tiro de escalera.
El tiempo frenó en seco, y volvió a su ritmo
original girando sobre sí mismo, fluyendo de nuevo hacia adelante: hacia el
futuro. Una llamada histérica en el timbre me ha levantado de mi sueño junto a
ella, haciéndolo realidad. He abierto la puerta del portal a través del
telefonillo e inmediatamente he salido al descansillo. No cierro la puerta de
mi piso, y oigo cómo se abre la suya abajo, a cinco largos pisos de distancia. Y
se enciende la luz del tiro de escalera.
Las ganas de gritar su nombre se escapan en
un suspiro al recordar que es de madrugada. Me abalanzo sobre la barandilla de
metal que me permite ver el iluminado tiro de escalera. Jadeo mientras bajo al
cuarto piso corriendo con lágrimas en los ojos. Las baldas aplauden cada una de
mis fuertes pisadas, e incluso las paredes reverberan de emoción mientras sigo
descendiendo.
Sigo bajando, acercándome a ella, ambos
aproximándonos sobre la hélice que cobra ahora un cariz casi romántico mientras
desciendo. Lo único que reprocho al arquitecto es que la escalera girase sobre
sí de un modo tan apartado del centro, haciendo el trayecto interminable a mi
percepción. Oigo los latidos de mi propio corazón, que se acelera al ritmo al
que se acercan sus pisadas.
A cada paso su respiración se escucha mejor,
más nítida. La escalera está formada por las teclas de un piano con claves de
entusiasmo y de vitalidad, que ríen cada uno de sus zancadas mientras se
acercan. Oigo los crujidos amortiguados en las baldas de madera de la escalera
de caracol, escucho el hilo de polvo que se cae de cada uno de los peldaños
cuando ella camina.
Nos acercamos, y nos fundimos en el abrazo de
una quietud de emociones. Temblamos.
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