Retiró el puñal de la oquedad en la que
anteriormente había guardado con cuidado sus sentimientos e inhaló aire
lentamente. La estación dejó de existir. La extirpación del metal se tragó la
luz de las altas claraboyas, engulló el pisoteo y chirrido de los carritos que
la gente que desaparecía dejaba de empujar. Por todos los rincones el tiempo dejaba
de avanzar, mientras se extendía el silencio en los labios de los pasajeros
errantes, y los sonidos huecos sonaban sordos en oídos que se cerraban a cada
latido. Latidos cada vez más lentos. Latidos surgidos de un órgano capaz de
hacer mucho más que bombear el líquido a todo el cuerpo, e incapaz de hacerlo.
Ya no.
Exhaló, y el mundo volvió a latir, sin latir
del todo. Un latir sin sentido y sentimiento. El tiempo avanzó con la quietud
del sol, y las personas caminaron estáticas. Los ruidos sonaron ahogados por
toda la estación, que se resquebrajaba a cada latido sin llegar a romperse del
todo, aguantando quedamente por los contrafuertes de la estación, que cedían
poco a poco, sin moverse.
Eones de soledad a cada latido, latidos
sincronizados con sus pasos, que se alejaban. Y a cada paso las plantas
próximas crecían muertas, y el tiempo y los latidos se consumían mutuamente
hasta detenerse del todo el uno al otro. Y ya no importaba o no exhalar e
inhalar: ella se había alejado lo suficiente como para que no hubiese aire que
respirar. Nada se metaboliza, ya no hay oxígeno, y los niños que lo circundan
no crecerán nunca. Nada cambia. Pero el tiempo sigue avanzando para los que se
desplazan ajenos al inmaterial puñal que no existe, ajenos a la persona que se
yergue encorvada en la soledad del gentío, que lo ignora.
Y ni la muerte se acerca siquiera, porque
nunca le ha dejado.
Notas de acero ronco y sin fuerza se ahogan
en su garganta, y a cada intento de hablar el espino metálico hinca sus
aguijones en su cuello, asfixiándole. Y sólo grita silencio mientras parece
alejarse en la oscuridad hasta convertirse en un punto de luz tenue. Pero
alarga el brazo intentando alcanzarle, y se despierta con sensación de caída,
sudando. Sigue en el centro de la oscuridad, pero ahora respira, aunque de modo
agitado, respira aun a pesar de que el aire se esté volviendo más y más denso
por segundos, haciendo que el pecho se mueva enérgico intentando introducir
aire en los pulmones. Tiende el brazo en dirección al interruptor y lo golpea
con fuerza.
La luz lo ciega durante unos segundos, y
cierra los ojos, cubriéndoselos con el brazo. Pero el brazo se desplaza lento,
y ahora que hay más luz falta el oxígeno que respirar, aumentando el aire de
densidad. Abre los ojos y vuelve a ahogarse. El aire ha tornado en agua, y la
luz viene del otro lado del cristal. No hay arriba y abajo, no hay nada fuera
del radio de luz. Solo cristal y luz a un lado, y agua y oscuridad al otro.
Grita y patalea, pero sólo suelta preciadas
esferas de oxígeno y gira sobre sí en el agua. Las burbujas avanzan hacia el
cristal, rodando su superficie al chocar contra él. Patalea siguiendo las
burbujas hacia la oscuridad del otro lado del radio de luz hasta que las
esferas son sólo puntos de luz que reflejan el brillo dejado atrás, hasta que
los músculos se resienten y los pulmones abrasan sin aire. Le queman dentro, y
está rodeado de agua. Resiste el impulso de respirar y sigue avanzando hasta
que las piernas dejan de responder. La cabeza deja de desempeñar sus funciones
de un modo lógico, los brazos sólo mueven agua. El diafragma lucha contra la
cordura demandando agua. Abre la boca y absorbe el agua, ahogándose mientras
ésta entra en sus pulmones. Y queda paralizado delante de ella.
Tarda unos segundos en comprender lo que
acaba de ocurrir, mientras ella sigue alejándose.
Retiró el puñal de la oquedad en la que
anteriormente había guardado con cuidado sus sentimientos e inhaló aire
lentamente.
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